Caracas, 02 de julio de 2025.- El 8 de mayo de 2025 comenzó a colmarse la Plaza de San Pedro. Cientos de miles de fieles alzan la vista hacia la chimenea de la Capilla Sixtina. El mundo entero, expectante, aguarda el nombre del sucesor del Papa Francisco. ¿Quién será el nuevo Vicarius Christi en la tierra?
Fumata blanca
De pronto, la señal inconfundible: una columna de humo blanco se eleva y el júbilo estalla entre los presentes. Minutos después aparece en el balcón de la basílica el cardenal protodiácono con el anuncio tradicional:
En ese instante emerge con paso sereno el Papa electo. Visiblemente conmovido. Alguien sobre quien su predecesor, Francisco, tuvo el mérito de crear cardenal y reconocer como a un pastor entregado al pueblo de Dios. Estupefacción. Sin decir mucho, todo es simbología: un hombre que fue prior de los agustinos (simboliza el deseo de paz y concordia que anhela la civilización); asume el nombre de León XIV (simboliza ánimo intenso de realzar la Doctrina Social de la Iglesia y honda conciencia sobre la cuestión social); prefecto del Dicasterio para los Obispos (simboliza conocimiento profundo de las Iglesias particulares); y, finalmente, nacido en los Estados Unidos de América, pero de sangre mestiza, con raíces europeas y peruano por adopción (simboliza una voz más que autorizada para denunciar el desorden liberal mundial que tiene, como gran causa del problema, la crisis y debilidades institucionales de esa potencia democrática).
Aún hay que esperar cómo será el desarrollo de su pontificado. Dar tiempo al tiempo. Pero pareciera que su sola presencia inaugura una nueva página para la Iglesia marcada por la necesidad de renovar espiritualmente la faz de la tierra.
La elección de León XIV devuelve al mundo un lenguaje olvidado: el de la esperanza fundada en la verdad. En medio del desconcierto global, del relativismo cultural y del autoritarismo disfrazado (o no) de consenso democrático, el nuevo Papa irrumpe como un pastor profético. Su palabra no adula. Su presencia no divide. Su estilo no banaliza. No posa. León XIV recuerda con dignitas y auctoritas papales que la misión de la Iglesia es anunciar la verdad que salva y -desde ella- proponer la justicia como fundamento de la paz.
Este pontificado no nace en el vacío. Es heredero de una gran arquitectura doctrinal: la que León XIII erigió con Rerum Novarum en 1891 al proclamar que la justicia social es inseparable del Evangelio -pasando por todos los Pontífices desde entonces-, y la que Juan Pablo II asumió con la Centesimus Annus en 1991 al denunciar los totalitarismos del siglo XX para señalar que la libertad sin verdad destruye al hombre (además de declarar que la Doctrina Social de la Iglesia es Teología y, en concreto, Teología Moral).
León XIV recoge esa herencia y le da una forma contemporánea en un mundo cuyo orden liberal, consolidado después de la caída del muro de Berlín y del imperio soviético, es más caos y vacíos morales que cualquier otra cosa. Por eso, su programa es la paz en sentido agustiniano: la “tranquilidad del orden”.
Desde León XIII la Doctrina Social de la Iglesia ha sido un antídoto en contra de toda forma de absolutismo político o económico. Frente al colectivismo que niega la autonomía del individuo y al liberalismo que lo disuelve en el egoísmo, la Iglesia ha afirmado la dignidad trascendente de la persona como centro de lo social.
Juan Pablo II, testigo y víctima de los totalitarismos nazi y comunista, comprendió que el mal no se presenta siempre con rostro violento: a veces se disfraza de “eficiencia” o de “progreso”. En Centesimus Annus denunció que los regímenes que niegan la verdad sobre el hombre están condenados a volverse inhumanos. Su magisterio hizo de la libertad un camino hacia la verdad y no una excusa para el capricho de ninguna voluntad humana, mucho menos del poder.
León XIV reafirma esa línea con renovada urgencia. Advierte que nuevas formas de totalitarismo cultural -como la subordinación de la educación a ideologías estatales, la supresión de la libertad religiosa, la pretendida deformación de la familia y del matrimonio, así como las amenazas al derecho a la vida- constituyen amenazas reales a la democracia. En su primer mensaje Urbi et Orbi, afirmó: “El mundo está hambriento de orden, no de imposición; de verdad, no de manipulación; de paz, no de silencio cómplice”. Y aunque no citó literalmente a San Agustín, evocó su pensamiento al hablar del ser humano como peregrino hacia una patria verdadera, proclamando -insisto- la paz como fruto de un orden justo.
En un mundo fragmentado por el conflicto, León XIV coloca la paz como núcleo duro de su pontificado. Pero no como una utopía sentimental. Como un horizonte realista, enraizado en la justicia. No hay paz donde reina la mentira. No hay paz donde se niega la naturaleza humana. No hay paz donde se suplanta la conciencia por el miedo.
Al recuperar el concepto agustiniano de paz como tranquillitas ordinis, asociado al de concordia, León XIV devuelve a la política su dimensión moral: orden no es dominación. Es procura mancomunada de la verdad. Recuerda que no basta con pactos diplomáticos o sistemas institucionales del Derecho Internacional Público que puedan estar agotados o ser ineficaces. Se requiere una regeneración espiritual del poder. Solo con verdad, libertad, amor y justicia -diría San Juan XXIII- pueden surgir una paz duradera, comunidades políticas estables y una civilización genuinamente humana.
Por eso, el mundo ha reaccionado con atención. Líderes de distintas religiones y corrientes ideológicas reconocen que, en un tiempo de ruido e inestabilidad, León XIV irradia serenidad con raíz de paz. Su figura -sobria, firme, cercana- proyecta la posibilidad de una nueva era de diálogo sin ambigüedades y de paz sin claudicaciones morales.
Una de las prioridades del Papa León XIV pareciera ser la formación de la juventud. Tanto en la fe como en la responsabilidad de comprometerse con la política y con lo social. Comprende que la descomposición del orden liberal mundial es el resultado de estructuras fallidas; y de generaciones desorientadas, sin brújula moral, sin entrenamiento en las virtudes y sin maestros modeladores. Entiende y quiere transmitir que el desorden liberal mundial es más una crisis antropológica, es decir, de almas. Y, por lo tanto, una crisis de “sentido” sobre la finalidad de la existencia humana y la realización del bien en la historia.
Desde su experiencia en Chiclayo, en donde trabajó con jóvenes marginados, el otrora misionero y luego obispo Prevost vislumbró que la verdadera revolución está en la formación. Por eso, ha invocado con frecuencia la Nota doctrinal sobre la participación de los católicos en la vida pública, publicada por el cardenal Joseph Ratzinger en 2002 como prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, en la que se afirma que la participación política es una exigencia de la caridad cristiana y que la conciencia formada es el único escudo contra la corrupción del poder. A esta dimensión ha añadido el gesto de recuperar el ejemplo de Santo Tomás Moro, proclamado por Juan Pablo II como patrono de los gobernantes y políticos. León XIV describe a Moro como “el arquetipo del político cristiano: culto, libre, valiente, dispuesto a perderlo todo por no perder su alma”. Y ha exhortado a la juventud católica a no replegarse: “No teman la vida pública. Entren en ella con verdad, no para imponer, sino para servir”.
León XIV dice claramente que la Iglesia no es neutral cuando está en juego la dignidad de la persona humana. No es pilática. No se lava las manos. No es indiferente ante la manipulación de la infancia, ante la disolución de la familia, ante la mercantilización de la vida y, como ya ha hecho énfasis, ante los riesgos de deshumanización que trae consigo una inteligencia artificial sin límites éticos. Su pontificado comienza con un gesto de resistencia: declarar que la Iglesia educará, aunque se lo prohíban; que formará conciencias, aunque el poder o agendas ideológicas tarifadas pretendan impedirlo; que hablará con verdad, aunque le lleve al costo de ser perseguida.
Esta resistencia no es ideológica. Es espiritual. León XIV no llama a la confrontación estéril. Convoca a la afirmación valiente del Evangelio. Como León XIII ante los excesos del capitalismo industrial y las amenazas marxistas, como Juan Pablo II ante la tiranía del pensamiento único, León XIV se enfrenta hoy al totalitarismo de la indiferencia y al autoritarismo de lo políticamente correcto. A la dictadura del relativismo en contra de la cual luchó valientemente Benedicto XVI.
El pontificado de León XIV es un signo de los tiempos que corren. En medio del desorden global, propone una visión ordenadora. En medio del cinismo, proclama la sencillez. En medio de la mentira, anuncia la verdad.
Como León XIII, sabe que la justicia no es posible sin una doctrina social fundada en la ley natural. Como Juan Pablo II, sabe que no hay libertad sin verdad ni política sin virtud. Y como San Agustín -a quien no citó literalmente, pero cuya espiritualidad impregnó su primer discurso-, León XIV comprende que la paz no es mera ausencia de conflicto: es el fruto de la comunidad reconciliada en la búsqueda de la verdad. Con ello trazó una ruta espiritual y también una línea de gobierno eclesial para el mundo: construir el bien común universal.
Su pontificado se anuncia como un tiempo de reconstrucción moral, de formación política, de resistencia doctrinal y de paz verdadera. León XIV proyecta al mundo una esperanza realista y profunda: que aún es posible un orden civilizacional justo y que la Iglesia tiene el deber de sembrarlo en el corazón de las personas y de las naciones. Se avecina un pontificado de más Doctrina Social de la Iglesia y de una convicción de confianza en el ser humano. Como refirió en su primera alocución: el mal no prevalecerá…
Este artículo se publicó originalmente en Religión en Libertad https://www.religionenlibertad.com/opinion/250629/leon-xiv-futuro-civilizacion_112922.html