Lucio Herrera: El vuelo de Fernando


Valencia, 12 de octubre de 2018.- Sucede en la plaza que lleva el nombre de este hermoso país. En las inmediaciones de la torre el alboroto se siente. Llantos y lamentos se suman a los gritos airados de indignación y rabia. Un hombre bueno cuyo cuerpo cae de lo alto, aunque ya su alma había subido como vuelan los espíritus de los justos.

Todo comenzó en un viaje a la Gran Manzana. A ese territorio estrecho pero amplio y denso a la vez, ubicado entre dos aguas, donde se encuentra el mundo civilizado y se entrecruzan  los pueblos en mixtura combinada de razas y culturas.

Allí viajó Fernando a reunirse con los suyos, quienes radicados como tantos fuera del país, obligados por el destino y movidos por los sueños de familia, engrosaron la diáspora venezolana, con sus maletas de ilusiones, fe en el porvenir y esperanza en el retorno.

Su destino estaba sellado desde el mismo momento en que aceptó ser parte de la comitiva que visitaría el universal escenario de las Naciones Unidas, para acompañar a su   amigo Julio al centro de la diplomacia mundial y denunciar al régimen que reina en su tierra y pretende perpetuar su poder con opresión y violencia, ayudados por la división que existe en las mayorías que lo adversan.

En ese último viaje, antes del definitivo, se reencuentra con su amor de siempre y los frutos de esa unión, sus amados hijos. Allí renacerían las promesas de su juventud cuando compartió sueños y renovó propósitos durante un paseo por el gran parque, el Central, que le recordaba en su propia dimensión al del este de Caracas en sus años de esplendor. Esa tarde, frente al Hudson, pudo contarles que sentía muy cerca la llegada de la libertad. Así sería, para él llegaría, súbita y eterna.

Se despidieron en el aeropuerto JFK, que honra a ese mártir de las luchas por los derechos civiles, cuyas iniciales se convirtieron en siglas que simbolizan causas y realizaciones de igualdad. Desde allí  tomaría ese vuelo hacia su patria, la que amaba y quería libre de ese fanatismo ruinoso que la empobreció dividiendo a sus hijos.

A su llegada vería desde arriba, por última vez, el azul del Mar Caribe. Esas aguas en las que pasó los mejores tiempos de su infancia, sobre las cuales regresaba escribiendo su personal relato de la vuelta a la patria, en propia versión, sencilla como su ser humilde, de la obra inmortal de Juan Vicente González.

Allí le esperaban los hombres de negro, esos que operan con rostros ocultos, que no muestran caras ni corazones, sino frialdad en sus actos, para detener por siempre su andar libre y llevarlo al recinto oscuro donde existe la tumba de los hombres vivos, en la que se atropellan cuerpos y se punzan almas de los que luchan para cambiar lo injusto y lo que no comparten, atrapados en las sombras donde se mueven sigilosos sus innombrables cancerberos.

Fue en ese día sin horas marcadas en el reloj del tiempo cuando sucedió el encuentro definitivo con quienes se fueron antes. Con sus amores de niño que le mimaron y cuidaron, también con esos compañeros prematuramente idos con quienes compartió planes y proyectos.  Estaban los que cayeron en calles o quedaron en celdas, a finales de siglo o principios de milenio, los emboscados en Llaguno o los sorprendidos en fuego cruzado después de una marcha. Completan la cita siluetas recientes de aquellos guerreros de heridas abiertas sobre los escombros de una casa en ruinas que quedó entre cenizas en la fría montaña una tarde triste de neblina y muerte en las cercanías del pueblo El Junquito.  

También lo esperaba el amigo humilde que vio luz eterna al recibir la bala en la esquina oscura del barrio caraqueño que conoció su mano abierta y solidaria. Allí estaban los chamos del 14 y del 17, entre tantos que esperan la dama de los ojos vendados, balanza equilibrada y afilada espada, la que representa el valor que esgrimió como causa de vida, porque para que exista libertad tendrá que llegar primero la justicia a sanar las heridas de una nación de corazones rotos pero de ilusiones vivas.

Cae el cuerpo de la torre. Vuela el alma sobre la plaza que se llama Venezuela. Extiende el mártir criollo sus alas de ángel, liberado al fin de angustias y sufrimientos. Deja huella, pozo, cauce que señala el paso de un nuevo torrente de renovadas ansias y sueños empeñados en la causa libertaria.

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